Los duelos, los prefiero al sol.
Duelen en todos los sitios pero el sol, a veces, me ciega (y que bien me viene porque no quiero ver), otras me calienta (y que maravilla porque siempre tengo frío desde que no estás) y otras me ilumina (en este mar recio y bravío de sombras).
Duelo al sol. Detrás de los pensamientos, hay más pensamientos.
En la sala de espera de mi memoria, esperando que se abra la puerta del despacho del recuerdo.
No sé si quiero recordar.
Tampoco sé cuándo y si se puede o deseo olvidar.
Ahora entiendo lo que es que se te rompa el corazón y sigas vivo.
Estoy muy enfadada. No entiendo nada. Mi mente racional me dice que la vida es así, ni buena ni mala.
La emocional tiene un cabreo de tres pares de narices. Si son como la mía, además, bien grande.
También comprendo lo que es estar muerto y existiendo.
Por lo tanto, ser un zombi como modo de vida, temporal o indefinida, no lo sé.
He visto cómo se me borran los rasgos de la cara consumidos por la tristeza.
Como el sérum no me quita ni me predispone, como la base no tapa, como la crema no hidrata tu ausencia.
Busco el sol. Sigo de duelo. Me retuerce el alma. Cada vez entiendo más qué es tener el corazón partío.
La pérdida si es al sol, me regala algún rato de calma. Me recuerda que amanece aunque no estés.
Y eso que no quiero tener más auroras ni crepúsculos.
Supongo que es curioso pero esto que no quiero vivir ni tener, el alba y el ocaso, me tranquiliza y me renueva.
Qué mal vivimos los duelos, qué poco nos cuentan de ellos, qué ganas siempre de maquillar, anestesiar y adormecer lo que sientes.
“No estás sola”. “Vámonos de copas y se te pasa”. “A X no le gustaría verte así”.
Pues si no quiere verme así, que no se hubiera muerto.
Nos cuesta dejar ir. Nos cuestan las despedidas. Nos ahogamos en las ausencias.
Menos mal que quedan las palabras. Sí, las palabras, porque las palabras no sólo abrazan, sino que además, curan.