Hoy queremos compartir con vosotros un relato que de forma metafórica nos acerca a los sentimientos que pueden acompañar el camino del duelo.
El camino era sinuoso, amenazante y en sombras. Ella no sabía si salir o quedarse tras la puerta entreabierta. Tenía miedo, no quería irse, pero sabía que no podía quedarse.
Con la cara apretada contra la madera de la puerta, luchaba por detener el tiempo, aferrándose a esa puerta medio abierta, con los ojos fijos en la oscuridad del camino.
Veía sombras a su alrededor que le hacían sentirse menos sola, aunque no podía acercarse a ellas.
Con dolor y angustia dio un paso adelante, y luego otro y otro. Tuvo que despedirse de esas sombras a las que no podía hablar, ni ellas podían verla. Yo sospecho que no fue una despedida real, porque tras “el adiós” comenzaron a caminar al mismo ritmo, aunque no se vieran. Cuando se dio cuenta la casa ya había quedado atrás.
El corazón le palpitaba, parecía que se le iba a salir del pecho. Pero, a pesar de ya haber dejado la casa atrás, siguió andando. Las lágrimas surcaban su rostro, impidiéndole ver aquello que de todas formas no podía ver.
Transcurría el tiempo y como autómata continuaba paso tras paso. Se fue calmando poco a poco, empezó a ver trozos del camino aún sinuoso, amenazante y en sombras. Pero al fijarse mejor y mirando a través de las lágrimas ya secas en los ojos, descubrió formas que la incitaron a fijarse y recordar.
Recordar tiempos pasados, con dolor y nostalgia. Tiempos alegres, duros. Tiempos de encuentros y desencuentros, de reconocimiento y olvido.
Cada pensamiento se transformaba en algo que no podía definir pero que le iba calmando al darle sentido. Como las piezas de un puzle cuando van encajando pero reproducen una imagen fragmentada de piezas pequeñas que no encajan.
Seguía asustada, triste, no sabía a dónde iba. La angustia le oprimía el pecho y no le dejaba respirar. El desgarro interno era tan intenso que pensaba que las piernas no le iban a sostener. Pero las piezas del puzle iban adaptando su forma con cada recuerdo encontrado, con cada sentimiento vivido, con cada pensamiento enlazado.
Las sombras se iban aclarando, la niebla iba desapareciendo.
Cada paso que daba la iba definiendo. Los claroscuros alargaban las figuras. Las piezas reconocían sus diferencias; diferencias que la iban calmando en esa ruptura de la simbiosis de lo conocido.
Formas sin forma, tiempo sin tiempo, piezas que son aunque no sean hasta que se unen…Todo junto como si de un círculo cerrado se tratara.
La luz tenue empezaba a tener cabida en ese camino en el que no quería estar, pero en el que no podía dejar de estar.
Luces y sombras se empezaban a separar, tiempos y espacios entrelazados se iban soltando de ese abrazo que los fundía y confundía.
La angustia quedaba atrás, la tristeza iluminaba el camino que empezaba a bifurcarse en dos. Ambos caminos parecían totalmente iguales, aunque no tenían nada que ver.
El tiempo del adiós se acababa para dar paso al “tiempo del adiós definitivo”, del que ya no se puede escapar. Del que nunca se sale igual.
Miró atrás y con tristeza se alejó de las sombras que le acompañaban. Las miró fijamente a los ojos, ojos que no veía. En silencio se despidió de ellas con tristeza, con dolor, con nostalgia.
Se separaron cada uno por un camino, y en la separación encontró el alivio.
La luz apareció teñida de tristeza. Se paró, volvió la cabeza para mirar de nuevo lo que no podía ver. En silencio, con las lágrimas secas recorriéndole la cara, musitó un adiós y un te quiero. Continúo adelante, ya sin niebla, ya con tiempo.