Reflexión sobre la presión social del modelo de belleza femenino y su influencia en la imagen e identidad.
Imagen, identidad y autoestima
Somos también “cuerpo”, cuerpo compuesto por diferentes significados tanto subjetivos como construidos socialmente. A partir de ese “cuerpo” que es lo primero que vemos de una persona, sacamos multitud de conclusiones, que, a su vez, revierten en el significado subjetivo que damos a nuestro “cuerpo”, elemento fundamental que forma parte de la constitución de “nuestra imagen”, y a su vez, de “nuestra identidad”.
Cuerpo, imagen e identidad van interrelacionándose en un círculo de retroalimentación que va a influirnos en la relación con nosotros mismos y, por tanto, también en nuestra autoestima.
A lo largo de la historia el valor social de las mujeres ha estado unido a la apariencia física y es ahí en donde reside una fuerte importante de valoración personal, a la vez que un núcleo de conflicto que nos acompaña toda la vida.
La imagen corporal está formada por los pensamientos, sentimientos y la evaluación que hacemos sobre nuestro cuerpo (“tan frescas” Anna Freixas Farré). Estos pensamientos, sentimientos y evaluación sobre nuestro cuerpo están sustentados por las creencias y mitos culturales sobre la belleza y, por tanto, los valores e ideales que nuestro cuerpo tiene que cumplir. Valores e ideales validados por “la mirada del otro” que cual espejito mágico nos dice si somos adecuadas o no. Si bien esto funciona tanto en hombres como en mujeres, es en las mujeres donde adquiere más preponderancia, ya que es en el ideal femenino donde el cuerpo bello, joven y delgado tiene un peso enorme
La mirada del otro como condicionante de nuestra seguridad
La belleza, como construcción cultural que es, es la que nos dice cuáles son las cualidades estéticas que las mujeres tenemos que tener y a las que debemos ajustarnos para sentirnos valoradas.
La imagen de la mujer es diseñada a partir de “la mirada del otro”, mirada que se constituye en una especie de droga a la que volvemos una y otra vez, como la madrastra de la bella durmiente que se sentía impulsada a preguntar una y otra vez a su espejo mágico “espejo, espejito, soy la más bella? Y por cuya respuesta afirmativa era capaz de cualquier cosa.
La construcción cultural, cual espejito mágico, nos impulsa a pagar un alto precio por formar parte de “la más bella” Precio que no pocas veces supone renunciar a nuestros deseos, comodidad e incluso gustos y que nos lleva muchas veces a renunciar también a parte de nuestra identidad, asumiendo como nuestros gustos que nos vienen impuestos por otros, que por cierto, muchas de las veces son hombres
El deseo se convierte así en vicario, en función de “un deseo de lo que el otro desea que deseemos”. Deseo que si no asumimos como propio nos hace sentirnos excluidas, sin gusto. Se establece una relación que nos lleva a creer que es el otro quien sabe más de nosotras que nosotras mismas, y por tanto que sabe lo que deseamos, es bueno y bello, y por tanto, lo que nos hace más valiosas. Opinión a la que, por desgracia, sucumbimos negándonos así nuestra propia idiosincrasia.